—O sea que no te importará que te explotemos un poco. No sé si sabes que todo lo que ganamos en esta casa va para el Partido.
El muchacho negó con la cabeza algo cohibido por el tono de su interlocutor, un estadounidense con fama de manipulador ya en aquel entonces y que se dejaba mecer por las muchachas, sobre todo si eran de su Partido. Lo que sí advirtió es que la palabra Partido la pronunciaba con mayúscula.
—Pues lo dicho, dos meses subiendo y bajando el autobús hasta Enkhuizen y navegando una semana. Luego tres noches dos días en Ámsterdam y para abajo. Al día siguiente hacia arriba, desde Bilbo o Barcelona.
—Me gusta navegar, lo pasaré bien.
—Y además cobrando. Genial, ¿no?
—Hombre, gratis tampoco lo haría. Ni aunque me lo pidiera Mao en persona.
—No, hombre, no. Era broma. Igual subo yo en algún bus y hacemos risas. Estás al cargo porque algunos de los guías no saben inglés correctamente. Lo justo para manejarse. Vente algunos días antes de la primera salida y te damos la documentación y la pasta. Luego iremos echando cuentas. Si necesitas más ahora nos lo dices.
El joven se pasó dos meses subiendo y bajando autobuses desde Enkhuizen. Navegando en unas gabarras de quilla plana muy bien apañadas con orzas laterales y bien acondicionadas en el interior, pero que no resistían el más mínimo embate ni siquiera de ese mar de mentirijillas que habían embalsado los holandeses entre oración y oración y cuadro tan tenebrista como su vida misma.
Acabó rendido, cansado de bajar haciendo 1500 kilómetros en un sentido en dos días con noche en algún albergue de lo más cutre de la llanada de Francia y volviendo a subir otros tantos al día siguiente, pasar la noche más lóbrega que un cuadro de Rembradt en otro albergue de alegre muchachada oyendo las quejas de sus clientes para dormir, ya sí, compartiendo camarote con algún sobrero que no encajaba en grupo alguno antes de hacerse a la mar, es un decir, a la mañana siguiente.
Pero navegar sí era necesario y un marinero en tierra buscaba oportunidades como Ismael, que cada vez que se sorprendía poniendo una boca triste, cada vez que en su alma aparecía un poniente húmedo y lloviznoso, entonces entendía que era más que hora de hacerse a la mar tan pronto como pudiera.
Mucho bueno y poco malo, aguantar funcionarios con alma de plomo gruñendo sandeces para los pocos miles de pesetas que habían pagado, rechazar enérgicamente que su trabajo incluyera acompañarlos en Ámsterdam, contemplar los atardeceres sobre la isla de Vlieland, de tan difícil entrada con un corriente de través, reírse de los pax cuando volvían con el viento en contra pedaleando en esas monstruosas bicis holandesas en la isla de Techelling ,aguantar las juergas de la clientela cuando sabía que tenía que levantarse el primero a aparejar el barco, mientras ellos dormían la borrachera, aconsejar cómo comprar para veinte cada vez que unos inútiles tenían cocina, hablar pausadamente con los skippers cuando salían de su mutismo y misantropía amarrados a algún puerto.
Lo mejor, la travesía con los frisones, los mejores marineros, que le invitaron a regatear con ellos en octubre y tenían un perro de lanas bien plantado en cubierta cuando no estaba durmiendo, y un bebé de un año al que daban cerveza cuando no podía dormirse. Los bocadillos de anguila, el Melk Weg y los rijsttafel de origen indonesio en los maravillosos restaurantes escondidos en las calles húmedas y sinuosas. Tirarse en la hierba en un rincón escondido del Vondelpark para que no le encontrasen los pax, beber cerveza con esa ginebra amarga y chotuna que llamaban jenever, tomar pinchos de pollo con un puré picante de cacahuetes llamado satay, y de vez en cuando tropezarse con un auténtico gado-gado, que años más tarde en Indonesia descubriría con la fórmula auténtica.
Lo peor los pax, sobre todo aquellas que pugnaban por hacerse con los favores del guía como mero signo de poder femenino y los cretinos que le preguntaban sobre el Barrio Rojo o dónde comprar droga a los que invariablemente respondía que no conocía el barrio y que si los gabachos les encontraban droga al pasar la muga, el autobús seguiría su ruta impertérrito.
El americano cumplió su palabra y subió en medio del mes de agosto. Habló con el judío holandés que tenía la concesión de casi todos los barcos que operaban viajes de guiris en el Zuiderzee y que nunca, nunca, dejaba de hablar de dinero; se cayó por una escotilla abierta cruzando barcos abarloados a las cuatro de la mañana en perfecto estado etílico y se volvió rápidamente a Ámsterdam, a frecuentar la noche alternativa, mientras los guías se quedaban en el albergue del pueblo donde hacían una noche los pax, algo menos siniestro que los franceses. El muchacho conseguía quedarse a dormir siempre en el barco.
El americano impartía conferencias como desertor de la guerra del Vietnam, lo que le brindaba un éxito seguro en los foros en los que actuaba, siempre favorables y un poco impresionados por la mitología chusquera del héroe. Nunca explicó, ni entonces ni más adelante, liquidada ya la agencia alternativa que ofrecía viajes haciendo dumping a progres revenidos que no se atrevían a viajar por su cuenta, que el movimiento de repulsa a la guerra vietnamita no hubiera existido, o no hubiera tenido la fuerza que tuvo, si los soldados hubieran sido profesionales y no de leva, como en guerras ulteriores de la potencia colonial, en que la repulsa fue meramente testimonial.
Siguieron mandando viajeros comodones y apretados de bolsillo muchos años, partiendo de la base de datos del Partido, ampliada tras numerosos ejercicios donde las cuentas no parecían cuadrar mucho y los beneficios que destinaban, supuestamente a la revolución eran más bien escasos. Aunque siguieran sirviendo como excusa para no dar de alta a los guías en la seguridad social.
Al cabo de los años la plantilla creció, casi siempre a la sombra del Gran Timonel americano, que tenía derecho de veto, sobre todo en cuanto a las chicas que podían entrar en nómina, con las que seguía un criterio que algunos años más tarde le hubiera valido no pocas repulsas de los movimientos feministas al uso, a pesar de que el Partido exigía doble militancias a sus afiliadas, en el movimiento feminista y en el otro movimiento, que muchos tildábamos de “meneillo”.
Uno de los administrativos contratados no se mostraba muy ducho en su profesión, a pesar de que la agencia no era precisamente un nido de expertos en nada. Tras muchos meses de trabajo que no satisfacía al patrón, le comunicaron que no iban a seguir contando con sus servicios. O alguna frase parecida, que en la pseudo lengua alternativa, bien podría haber sido, “compañero, hemos valorado tu situación objetiva y creemos que es mejor que dediques tus energías a otros quehaceres de mayor provecho para todos. Y todas.”
Claro, el administrativo montó en cólera, exigió que se le pagaran sus muchas horas extra no retribuidas, aunque escasamente productivas, y llevó el caso ante Magistratura, también ante un fantasmal colectivo sindical del Partido, y a su propia célula. Argumentaba con la fe del carbonero que si había desfilado en innumerables manifestaciones del brazo de su jefe y compañeros y compañeras, -ya no se decían camarada porque quedaba antiguo-, cantando aquello de “obrero despedido, patrón colgado”, no entendía ahora su despido disciplinario. O por lo menos no lo entendía sin la suficiente pasta por medio.
El caso llegó a diversas instancias, subió de comité en comité hasta que el Partido designó un mediador para que la sangre proletaria no llegara al río. El americano tenía hilo directo con los más altos cuadros de la estructura de la calle Montera, con los que compadreaba en un bar cercano y le daban siempre la razón. “No hay que confundir la gimnasia con la magnesia. Una cosa es la propaganda y otra la realidad. Además nosotros no somos una empresa capitalista al uso. Nosotros estamos por la revolución”, apostillaba el desertor de Vietnam. “Ya lo decía Lenin, el partido es un instrumento para hacer la revolución, no para ejercer la democracia en su seno”, remataba el mediador designado, a la vez que pedían otra ronda de cervezas.
Se llegó a un acuerdo un poco vergonzante, porque, como siempre, consistía en inflar la bolsa que cobraba el despedido y no colgar a nadie. Pero las contradicciones en el seno del pueblo, lo importante era servir siempre al pueblo, acabaron socavando la tierra bajo los pies del americano. No mucho meses más tarde se le acabaron las milongas, tuvo un conflicto con sus socios y sobre todo socias, y se dinamitó la sociedad limitada que amparaba el Gran Salto Hacia Quién Sabe Dónde. El americano volvió a sus proyectos de postín revolucionario de baja intensidad y vendió la mayoría de la compañía a unos extraños que sabían poco del Partido y mucho de opas hostiles contra una banda de pardillos que acabaron todos, y todas, en las calles de Bilbo, Barcelona y Madrid, buscando alternativas a la agencia alternativa por antonomasia.
El joven abandonó la librería especializada en viajes que había montado a medias, con un 50% justo, con la agencia, y buscó un año sabático viajando por las Américas. Andaba por entonces con una pareja que había compartido aventura en la agencia, militante por supuesto del Partido, Partido, Partido. Y que había salido escaldada, -tres veces escaldada- por el americano imposible y sus maniobras amparadas por la vanguardia de la vanguardia de la calle Montera.
Pero retrocedamos unos años. Desde el principio tuvieron una relación estrecha, y aunque llegaron a trabajar juntos, algo de lo que abominaban ambos, persistirían en su amistad a través de las décadas. Más tarde el joven se enteró de que en el Partido no estaba bien vista la penetración durante las relaciones sexuales. Así se lo confirmaron varias jóvenes feministas radicales de Barcelona, donde por entonces ramoneaban ambos, fungiendo ella en la agencia antes de la debacle final y él recién despedido de la última empresa del libro.
“No te preocupes, desde luego yo nunca he sido muy seguidora de las normas y no voy a permitir que el Partido me diga lo que tengo que hacer en la cama. Pero no creas, hemos cambiado mucho, ya no tenemos que pedir permiso para casarnos o para juntarnos con alguien de fuera”, añadió con una sonrisa un poco cómplice ante la mirada esquinada de su pareja que no se podía creer que el Partido le dijera a la gente cómo follar. En Barcelona había muchas radicales que habían dejado a sus parejas masculinas y se habían marchado a probar las mieles de la auténtica femeneidad con otras mujeres, también del Movimiento, hacia dónde no importa.
Pero siempre que se reunían con esa gente, se sentía mal, algo apesadumbrado por su género, -no solo no era mujer ni homosexual sino que tampoco era obrero- aunque el morbo por realizar con su pareja algo que estaba prohibido por el Partido aumentara el placer de la penetración. Y por las miradas torcidas como la escalera de Jacob de sus lideresas. Como siempre, las más simpáticas, abiertas y menos sectarias eran las auténticas lesbianas que se habían llevado de calle a las parejas de los cuadros masculinos más significativos que sonreían desde entonces con una mirada rabona y algo perruna.
Algunos meses más tarde se anunció una conferencia interna impartida por una de las capitostes feministas que años más tarde abogaría por la prostitución como una de las bellas artes que garantizaba además la liberación total de las mujeres. Pero eso amerita otra historia.
Anunció que ya se podía penetrar. Que habían llegado a la conclusión de que era algo normal, totalmente integrado en la vida de una pareja ya fuera esta homo o hetero. Que suponía una pulsión irrefrenable, incluso en los agujeros más conspicuos, como el ombligo o los oídos por no nombrar los más escatológicos. Y ofreció un ejemplo gráfico de esa actividad en los oídos de su pareja que asentía vigorosamente a su lado en la antigua facultad de Sociología de la Complutense, de tan retorcido recuerdo para el que ya no era tan joven.
Solo hubo un militante que protestó quedamente, en tono irónico pero ácido, sobre los damnificados que habían seguido el mandamiento al pie de la letra durante bastantes años.
—Mira compañero, hemos evitado muchas violaciones en el seno del matrimonio durante esos años y seguramente hemos excitado vuestra imaginación para demostraros amor en vuestras relaciones de múltiples e imaginativas formas.
O sea que no protestes, dalo por bien empleado y que se abran cien flores, -cerró su discurso entre las risas del público-. Además no siempre hay que seguir las consignas al pie de la letra. No confundas la agit prop con la realidad, que ya somos mayorcitos.
Años más tarde un diputado que abanderaba un boicot a Coca Cola por la intransigencia de la empresa con sus trabajadores fue fotografiado en la cafetería del Congreso, mucho más barata que las de la calle, con dos botellas del brebaje en su bandeja.
Y su jefe, el líder supremo de la banda de los cuatro o los cinco, se compró un chalet de muchos metros con piscina en la sierra rica de Madrid, tras haber afeado a un exministro de la derecha que se gastara 500.000 euros en una casa. El líder y su señora se gastaron 600.000 porque hasta para eso había clases.
O sea que nunca, nunca, hay que creerse la propaganda, aunque se vista de agit-prop. Porque no hay que confundir la gimnasia con la magnesia.
Nafarroa, mayo 2020